Entre horas.
Las puertas metálicas
se abrieron ante mí y sentí cómo el frío del aire acondicionado refrescaba mi
cuerpo, mientras oía una dulce melodía ambiental, proveniente del interior de
la tienda, que me invitaba a entrar.
Cuando pasé, saqué una
brillante moneda de un euro y la metí en uno de los carritos rojos que se
amontonaban a mi derecha, sabiendo lo que venía a continuación.
Avancé al interior del
establecimiento, dividido en pasillos, mientras la boca ya me salivaba tan sólo
con pensar lo que vendría apenas un par de horas después.
Crucé con rapidez por
el pasillo de los frescos, pues nada que pudiese interesarme iba a encontrarse
allí. Seguí paseando hasta que aquel laberinto con luz fluorescente me condujo
hasta los lácteos. Dos copas de chocolate, queso, unas natillas y un arroz con
leche cayeron al carro. Proseguí por los congelados. Se sumaron a la fiesta
tres tarrinas de helado de diferentes sabores y unas patatas fritas que
bañaría en kétchup después. Y por fin, llegábamos a mi parte favorita. Nada más
y nada menos que dos pasillos enteros de dulces llenos de galletas de todas las
marcas, formas y sabores; crema de cacahuete y de chocolate con avellanas,
donuts, etcétera. Todas esas grasas trans y azúcares refinados odiados
por dietistas y dentistas. El paraíso de la bollería industrial y, sobre todo,
el mío.
Mientras mis ojos
adquirían un brillo especial, a mi lado pasó un niño regordete que lloraba y
corría alborotadamente con una bolsa de patatas fritas en la mano izquierda.
Detrás suyo, una mujer de ojos negros y con un rubio más bien poco natural
intentaba alcanzarle. El chiquillo era bastante más ágil que ella, a pesar de su
sobrepeso, o al menos cogía mejor las curvas, porque, al girar una esquina, él
siguió por el supermercado, mientras ella chocaba contra una gran pila de latas
de tomate Orlando que cayeron contra el suelo provocando un gran
escándalo.
- A7 en el pasillo
seis. Cajera ocho, acuda, por favor.
Sin embargo, a pesar
del escándalo que se había formado a apenas unos diez o quince metros de mí, yo
no me enteré de nada. Estaba absorta fantaseando, casi hasta eróticamente, con el
disfrute de deleitar todo lo que había dentro de ese carrito de la compra que
se desviaba constantemente a la derecha.
Después de acabar de
coger todo lo que quería, fui hasta la caja. Tras ponerme en la fila, una
señora mayor, de unos sesenta años, se colocó detrás de mí. Con unos
movimientos lentos, pequeños y precisos intentó avanzar delante de mí. Desde
entonces llevo pensando que al llegar a la tercera edad te enseñan una táctica
ninja para poder colarte en cualquier situación, como si tuvieses que darte
prisa porque la muerte te pisa los talones, y no tuvieses tiempo de esperar.
Volviendo a aquel
momento, evité en el último instante que me adelantase. Cualquier otro día se
lo hubiese permitido, pero no aquel. Mi ansiedad por pagar mi compra, llegar a
casa y devorarla era demasiado grande.
(Dos años después)
Era pura decadencia.
Con aquella bata llena de mugre, miré fijamente a mi reflejo, en aquel espejo
de habitación de clínica barata. Llevaba preguntándome cómo había acabado así
desde que ingresé. Mi caso de bulimia se había agravado cada vez
más, y no quedó otra que meterme a aquella institución “¿Cómo ha pasado todo esto?”, me decía en alto, casi gritando, desesperada. Y entonces volví a aquel momento, en
aquel supermercado. Por fin pude comprender cómo ocurrió…
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