"No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo", Óscar Wilde
TIC-TAC
Verónica Mencía, 3º D
Las
agujas del reloj se deslizaban lentamente, produciendo un pequeño sonido.
Observaba cada pequeño detalle de la pequeña y oscura habitación. La luz que
emitía el despertador explicaba que quedaban aún tres horas más hasta que la alarma
saltara. Respiraba tranquilamente, puesto que tenía fe en la posibilidad de que
el sueño apareciera de repente, interrumpiendo este eterno y repetitivo
aburrimiento. Quería volver.
Mi
estómago pedía con sonidos algo tristes que le diera cualquier alimento.
Parecía estar agonizando por hambre. Finalmente, esa noche, el sueño parecía no
tener ganas de dormir conmigo, así que dibujé todo lo que pude hasta que sonara
la alarma que me recordaba, día tras día, que la vida es una continua rutina.
Por fin, esa silenciosa habitación se inundó del ruidoso estruendo que producía
el despertador todas las mañanas del
año.
Al
llegar al instituto, salí de estar en silencio a hablar con mis amigos y
escuchar otras conversaciones de fondo. Eso era paz; el ruido me calmaba. Reírme
constantemente hace que el tiempo pase velozmente y antes de lo previsto suene
el timbre. A la hora del recreo lo paso bien, pero me acompaña diariamente una
sensación que hace que piense que me faltaba algo. Me sentía incompleta.
Cada
vez que me sentaba y me disponía a estudiar escuchaba el incómodo silencio que
albergaba mi habitación. Lo único que se podía apreciar eran las diminutas
agujas que, segundo a segundo se iban desplazando. Dejaba los libros de lado;
estudiar parecía un castigo. Cuando encontraba un hobbie que pudiera llenar mi
inmenso vacío, prestaba más atención en mirar la hora. Todos los días cuando me
doy una ducha intento ver los minutos que tardo y nunca entendí por qué lo
hacía desde pequeña.
Y
en cualquier momento en el que recordaba un problema tenía un presentimiento
que me preocupaba: el tiempo pasaba mucho más lento. Me gustaba echarme siestas
para compensar lo poco que dormía por la noche y porque era una manera más
entretenida de hacer que el tiempo se acelerase. Pensaba que era la única
persona que al quedar con amigos llegaba cinco minutos antes de la hora
concreta, por si acaso.
A
veces, me he planteado si en verdad somos libres, pero la respuesta es un NO,
ya que el tiempo marca tus actividades diarias, tu edad y, quieras que no,
miras como mínimo el reloj unas cien veces al día. Los humanos somos seres
independientes, pero, aún así, hay algo que necesitamos, nos controla, nos
limita; a veces pasa lentamente y otras veces ni te diste cuenta de que pasó. El
tiempo domina todo lo que ves y aunque no lo creas, eres su presa. Todos lo
somos.
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